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LAS DOS COTORRAS

En nuestro recorrido por el "zoológico", nos toca ahora observar el comportamiento de dos cotorras. Una de ellas tenía la fea costumbre de decir continuamente malas palabras. Las había aprendido de su propio dueño, quien era un hombre bastante mal hablado. Sin embargo, éste debía pasar vergüenza cuando llegaban visitas a su casa, y a la cotorra se le ocurría decir sus picantes palabras.

Al ver la gran preocupación del hombre, una de sus vecinas quiso ayudarlo. Para ello, le sugirió que él dejara su cotorra durante algún tiempo en la casa de ella, donde había otra cotorra, que solo decía palabras buenas y que aun sabía rezar. "Quizá juntándolas - dijo la señora-, la cotorra malhablada olvide su lenguaje y aprenda los rezos de la mía". Y así se juntaron las dos cotorras. Pero ¿cuál fue el resultado? Simplemente, que una cotorra decía sus malas palabras de siempre, y la otra respondía "Amén". Un efecto totalmente contrario al que se había buscado.

Real o irreal, el incidente encierra una buena moraleja. ¡Cuán dominante puede llegar a ser la influencia negativa sobre los demás! A menos que una persona tenga una gran firmeza de carácter, fácilmente puede ser contagiada por el prójimo inmoral o por el mal ambiente del lugar. Por desgracia, así como es la enfermedad la que contagia, y no la salud, en el terreno de la convivencia diaria el mal influye más que el bien sobre las personas.

¡Qué advertencia para los padres! Cuando los hijos se relacionan con otros niños y jóvenes, ¿no deberían los padres conocerlos, para asegurarse de que no recibirán una influencia perjudicial, que pudiera echar por tierra la buena formación del hogar? ¡Cuántos hijos adquieren malas costumbres y se corrompen moralmente, por causa de influencias nocivas de compañeros mal enseñados! Por lo tanto, debería vigilarse que la vida social del hijo sea un medio formativo, y nunca corruptor de sus buenos hábitos.

Y lo que decimos acerca de los hijos, ¿no debería tomarse en cuenta también para protección de los adultos? Es imposible que nos mantengamos limpios si deliberadamente convivimos con el fango de la maldad. El mal tiene tal fuerza de penetración y se introduce con tanta sutileza en el alma, que es menester permanecer alerta para impedir ser manchados por él. Además, deberíamos manejar con tanta destreza nuestras virtudes, que nos convirtamos en una fuerza constructiva. Como lo dice San Pablo: "No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal" (Romanos 12:21)

He aquí una fórmula efectiva para evitar que el mal nos manche: El barro solo se adhiere en la pared rugosa, mientras que resbala sobre el mármol pulido. ¿No habremos de pedirle a Dios que pula nuestra alma, para que ninguna forma de lodo moral se adhiera en ella? El lo puede hacer, si se lo pides. Es posible evitar que la cotorra del mal nos transfiera su maldad.